Texto para una placentina ilustre, Isabel la Cabrera



ISABEL “LA CABRERA” (o La Lechera)

Era el nueve de octubre de 1.898 cuando llegó el aviso del Gobernador de Salamanca. En dicho comunicado se informaba a las autoridades municipales que en el siguiente tren mixto, próximo a llegar, pasaba la primera expedición. Eran cuatrocientos repatriados de Cuba, enfermos en su cuerpo por la malaria y la fiebre amarilla y heridos en su alma por la derrota.

Este tren había pasado por muchos pueblos y ciudades, pero no le habían permitido detenerse, en sus apeaderos, para prestarles el auxilio y la ayuda que tanto necesitaba, sino todo lo contrario, pues temerosos por los rumores que circulaban en aquellos días sobre el gran peligro de contagio que sufriría cualquiera que a ellos se acercase, salían a su encuentro para tirarles piedras e insultarlos.

El tren iba a llegar a Plasencia y lo que no sabían los pobres soldados es que esta noble y leal ciudad recibiría con los brazos abiertos. La noticia llegó hasta los oídos de la Señora Isabel Pérez (La Lechera), una mujer que, además de atender su casa con ocho hijos, al atardecer repartía por las casas la leche de sus cabras, y que hizo que la noticia corriera como la pólvora por toda la ciudad, tocando las fibras más sensibles de los placentinos.
La Señora Isabel se encargó de movilizar a sus vecinos convirtiendo la calle Ancha, larga y apretada de familias modestas, en una gran cocina donde se preparaba café, chocolate, caldos y licores reconfortantes; y en una gran farmacia, recogiendo medicinas, gasas, mantas, ropas, etc.
A cada minuto que pasaba, la calle Ancha estaba cada vez más llena de gente y ruido por el abrir y cerrar de baúles buscando sábanas con las que hacer vendas que pudieran aliviar en algo a estos soldados. Todo este trajín iba acompañado de: "Dicen que vienen medio muertos, pobrecitos, si los vieran sus madres... "
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La señora Isabel dijo: "No deben de sentir ninguna falta, nosotras los cuidaremos y procuraremos darles todo nuestro cariño".

A las diez de la noche ya había gente en la estación, una luz tibia procedente de unos faroles, apenas dejaban ver el ir y venir del jefe de estación, que nervioso no dejaba de entrar y salir en la sala de telégrafos esperando nuevas noticias. La luna parecía como si quisiera colaborar y lucía con todo su esplendor. No era una noche fría y, sin embargo, los placentinos no entraban en calor. Hacían grupos para hablar, pero lo hacían de una manera casi religiosa, en susurros. La gente, inquieta, se movía de acá para allá mirando sus relojes, cuyas manecillas les parecían avanzar muy lentamente. Estaban deseando que llegaran los pobres expatriados. Cuando el reloj marcó las once y media unos chavales que vigilaban el túnel fueron los que dieron la voz de alerta: ¡YA VIENEN!

Al acercarse a la estación, el resoplar de las ruedas del  tren se iba haciendo cada vez más lento a medida que los corazones placentinos latían con más fuerza y el silencio se hacía dueño del momento.  Cuando el tren mixto se detuvo, lo primero que se vio colgando de sus ventanas eran unos trapos raídos por el viento y descoloridos por el sol con los colores de la bandera de España. El espectáculo que se apreciaba era doloroso, venía el tren repleto de hombres agotados, sucios, con caras demacradas y barba de muchos días y, en su mayoría, enfermos. Plasencia en ese momento volcaba allí su caridad, todo eran frases de cariño, se les daba ropa, alimentos, medicinas,  pero sobre todo se les dio el amor, el consuelo y el cariño que iban buscando. Plasencia se hizo madre y en su regazo amoroso quedaron muchos de ellos. Otros en cambio buscaban una mirada, tal vez la de su ser más querido, y en los ojos de muchas placentinas supieron encontrarlos. Desde entonces este generoso gesto se repetiría en posteriores expediciones.

Una humilde mujer, Isabel Pérez (La Lechera), quiso hacer el bien con los que tanto lo necesitaban, y consiguió que la palabra CARIDAD quedara plasmada en el escudo de todos los placentinos. La ciudad de Plasencia, que a lo largo de su historia ya había conseguido para su escudo los títulos de Muy Noble y Muy Leal, se vio enriquecida con el título de Muy Benéfica, título concedido en el año 1901 por la Reina María Cristina de Hasburgo, queriendo de esta forma agradecer públicamente el gran comportamiento humanitario y el buen hacer de la ciudad para con los expatriados de Cuba.


Extracto del libro MUJERES PLACENTINAS, de Antonia Moreno.  Cuadernos de Santa María, Plasencia 1995

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